viernes, 19 de febrero de 2016

Cuando no estoy con él (Parte I)

Te perdí mil veces. Hoy te elijo libremente. Anónimo 

Me gusta escucharte reír, aunque tu risa suene como un perro tosiendo. Me gusta cuando estás pensativo y serio, como si lo que tuvieses en la mente fuera la solución al recalentamiento global. Disfruto tu compañía tanto como disfruto un helado de fresas aunque esté haciendo frío. Así comenzaba la primera nota que escribí para él, cuando pensaba que no había nada mejor en el mundo que estar a su lado.

Con él conocí el cielo y viví entre nubes, cuando estaba en sus brazos; también conocí el infierno, cuando navegué en el mar de las dudas y del miedo a perderlo, tanto, que estar a su lado dejó de ser placentero, era más bien como respirar de a poquitos por temor a que se acabe el oxígeno mientras corres en un maratón. Perdí la felicidad de estar a su lado, así como él perdió su deseo de estar conmigo, eso se sintió como morir en vida.

Separarme de él fue una experiencia devastadora, llena de lágrimas, noches en vela y una que otra borrachera. No aceptaba que había terminado, así que, una y otra vez, propicié encuentros —que resultaron en desastre— para tratar de hacerlo entender que éramos el uno para el otro. Mientras más insistía en arreglar las cosas, más frustrada me sentía, comencé a sentirme menos, a pensar que era fea, tonta y que por ende, nadie medianamente inteligente, se arriesgaría a estar conmigo.

Durante meses lo “normal” fue esperar su llamada mientras me deprimía porque no llegaba. Salir a las cosas más elementales me parecía toda una tortura, mi mundo se había derrumbado y no quería hacer nada al respecto. Me sentía indefensa, sola… abrirme a otras personas no era una opción, pensaba en lo que dirían si les hablaba de mis sentimientos —siempre pendiente del qué dirán—, así que viví una fase de aislamiento de la que pensé que nunca iba a poder salir.

Fueron meses de desastre emocional, tenía miedo de no ser amada, aceptada y comprendida. Mi cabeza era una tormenta incesante de preguntas: ¿Qué hice mal? ¿Podrá alguien amarme alguna vez? ¿Hice lo suficiente o lo correcto para estar a su lado? ¿Qué es lo que quiero? Ninguna de estas preguntas tenía respuesta, ya no había nada que pudiera hacer y eso me hacía sentir peor.

En medio de todas esas cavilaciones llegó a mí un libro: “La ridícula idea de no volver a verte”, de Rosa Montero —obvio que el título me hizo clic de inmediato—; ella narraba su duelo por la pérdida física de su esposo, a la vez que hacía una comparación de su dolor con lo expresado por la reconocida científica Marie Curie sobre el duelo por la muerte de su compañero de vida. Ese libro me ayudó a mirarme desde afuera, a ver que estaba enterrando a alguien y no era precisamente a él.

En el primer párrafo del libro ella dice: “El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la Palabra”. Bien, yo hablaba de él y de lo que había pasado, las veinticuatro horas del día —no estoy exagerando—, así que de plano descarté que fuera él la causa del dolor que estaba sintiendo.

A esas dos mujeres (Mari y Rosa) la muerte les arrebató la presencia física de su amor, y a mí, ¿qué me habían arrebatado? Pasé días pensando en eso. Él se había ido de mi vida porque sí, porque le daba la gana; así, sin ninguna otra excusa que me hiciera pensar que, tal vez, muy pero muy en el fondo, quería volver a mi lado. Comencé a pensar en mi pérdida como algo ficticio; no puede uno perder a quien se va por voluntad propia.


Continuará... 

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