viernes, 26 de febrero de 2016

Cuando no estoy con él (Parte II)


Después de mucha pensadera, poca charla con otras personas, diálogo interno interminable y agotador, algunos helados y comida chatarra, un día me vi en el espejo, no como uno se ve todos los días, cuando se cepilla los dientes o cuando se peina, realmente me vi como si hubiese salido de mi cuerpo y pudiera observarme a través de los ojos de otra persona. Pensarán que estoy un poco demente pero fue una experiencia extraña, como una revelación: por primera vez, en mucho tiempo, me miraba y no pensaba en él, solo me veía yo.

Esa que vi no se parecía a la que yo alguna vez soñé ser, estaba demacrada, con ojeras, despeinada, sin ilusiones ni sueños, con 30 años a cuestas y sintiéndome de 90, pero sobre todo estaba sola con mis miedos, dudas y la vergüenza de no haberme inventado una vida en la que pudiera deleitarme con pequeños placeres, como lo hace la gente que quiere vivir para disfrutar con cada oportunidad que se le presente, en vez de vivir aferrada a una ilusión. Me había dedicado a ser infeliz y lo peor, es que fue una decisión tomada libremente, sin ningún tipo de coacción.

Sentí pena por mí, quería entrar por el espejo y abrazarme, decirme palabras de aliento, cuidarme; sé que parece loco, pero eso era lo que quería hacer; por primera vez en mucho tiempo, tenía la necesidad de cuidar de mí como si fuera un bebé, con ternura y amor. Me miré durante mucho rato, como descubriéndome nuevamente, observé mi rostro minuciosamente, fijándome en todos los detalles que durante tanto tiempo dejé de ver y me di cuenta que, a pesar de mi cabello despeinado y las ojeras, no era más fea o más bonita que cualquier mujer que veía en la calle, que sencillamente era una mujer normal, con los mismo sueños y miedos que cualquier otra.

Fue una experiencia liberadora; después de escogerlo a él miles de veces, a costa de mi propia tranquilidad, ese día yo fui mi primera elección. Lloré durante un largo rato y no me pregunten el motivo de mi llanto, podría enumerar miles de razones que todos considerarían válidas y aún así ninguna sería totalmente cierta; tal vez eran demasiadas emociones encontradas para una persona que se estaba reencontrando consigo misma. De lo que sí estoy segura es que estaba renaciendo, ese día comenzó una nueva etapa de mi vida, una en la que me permití apreciarme y tratarme con la consideración que merezco por el simple hecho de estar aquí en este momento.

No sé cuál sea la experiencia de quienes me leen, para muchos, quizá todo esto sea novelesco y dramático; otros, tal vez se sientan identificados con lo que viví y algunos, seguramente me dirán que nada ocurre así como por arte de magia y posiblemente, todos tienen razón. Cada uno de nosotros vive como decide hacerlo, transitando por nuestros duelos y miedos de la única manera que pensamos que podemos, pero siempre hay otra alternativa y está en nuestras manos decidir si la tomamos o seguimos por el mismo camino. Todos los días hay retos que afrontar, situaciones difíciles a las que dar paso y momentos de alegría que nos dan un respiro para seguir viviendo.

En esta historia no hay moraleja ni enseñanza, cada quien tiene que vivir a su propio ritmo y según sus propios deseos, cada uno decide qué tomar y qué desechar de lo que aquí leyeron. Si lo que te cuento te ayuda, me alegra mucho y si no, es porque seguramente lo que necesitas para inspirarte está en otro lado, pero no te detengas, sigue buscando, que donde menos esperes lo vas a encontrar.

Yo un día encontré un libro que me dio luz, también muchos amigos que me acompañaron en este proceso. Hoy, gracias a muchos eventos que parecían aislados, sé que cuando no estoy con él soy feliz, que no lo necesito para ser hermosa e inteligente, que hay personas que me quieren y me valoran tal como soy y esas son las que merecen la pena tener a mi lado. Cuando no estoy con él soy libre y eso es todo lo que necesito.

viernes, 19 de febrero de 2016

Cuando no estoy con él (Parte I)

Te perdí mil veces. Hoy te elijo libremente. Anónimo 

Me gusta escucharte reír, aunque tu risa suene como un perro tosiendo. Me gusta cuando estás pensativo y serio, como si lo que tuvieses en la mente fuera la solución al recalentamiento global. Disfruto tu compañía tanto como disfruto un helado de fresas aunque esté haciendo frío. Así comenzaba la primera nota que escribí para él, cuando pensaba que no había nada mejor en el mundo que estar a su lado.

Con él conocí el cielo y viví entre nubes, cuando estaba en sus brazos; también conocí el infierno, cuando navegué en el mar de las dudas y del miedo a perderlo, tanto, que estar a su lado dejó de ser placentero, era más bien como respirar de a poquitos por temor a que se acabe el oxígeno mientras corres en un maratón. Perdí la felicidad de estar a su lado, así como él perdió su deseo de estar conmigo, eso se sintió como morir en vida.

Separarme de él fue una experiencia devastadora, llena de lágrimas, noches en vela y una que otra borrachera. No aceptaba que había terminado, así que, una y otra vez, propicié encuentros —que resultaron en desastre— para tratar de hacerlo entender que éramos el uno para el otro. Mientras más insistía en arreglar las cosas, más frustrada me sentía, comencé a sentirme menos, a pensar que era fea, tonta y que por ende, nadie medianamente inteligente, se arriesgaría a estar conmigo.

Durante meses lo “normal” fue esperar su llamada mientras me deprimía porque no llegaba. Salir a las cosas más elementales me parecía toda una tortura, mi mundo se había derrumbado y no quería hacer nada al respecto. Me sentía indefensa, sola… abrirme a otras personas no era una opción, pensaba en lo que dirían si les hablaba de mis sentimientos —siempre pendiente del qué dirán—, así que viví una fase de aislamiento de la que pensé que nunca iba a poder salir.

Fueron meses de desastre emocional, tenía miedo de no ser amada, aceptada y comprendida. Mi cabeza era una tormenta incesante de preguntas: ¿Qué hice mal? ¿Podrá alguien amarme alguna vez? ¿Hice lo suficiente o lo correcto para estar a su lado? ¿Qué es lo que quiero? Ninguna de estas preguntas tenía respuesta, ya no había nada que pudiera hacer y eso me hacía sentir peor.

En medio de todas esas cavilaciones llegó a mí un libro: “La ridícula idea de no volver a verte”, de Rosa Montero —obvio que el título me hizo clic de inmediato—; ella narraba su duelo por la pérdida física de su esposo, a la vez que hacía una comparación de su dolor con lo expresado por la reconocida científica Marie Curie sobre el duelo por la muerte de su compañero de vida. Ese libro me ayudó a mirarme desde afuera, a ver que estaba enterrando a alguien y no era precisamente a él.

En el primer párrafo del libro ella dice: “El verdadero dolor es indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la Palabra”. Bien, yo hablaba de él y de lo que había pasado, las veinticuatro horas del día —no estoy exagerando—, así que de plano descarté que fuera él la causa del dolor que estaba sintiendo.

A esas dos mujeres (Mari y Rosa) la muerte les arrebató la presencia física de su amor, y a mí, ¿qué me habían arrebatado? Pasé días pensando en eso. Él se había ido de mi vida porque sí, porque le daba la gana; así, sin ninguna otra excusa que me hiciera pensar que, tal vez, muy pero muy en el fondo, quería volver a mi lado. Comencé a pensar en mi pérdida como algo ficticio; no puede uno perder a quien se va por voluntad propia.


Continuará...