Te
perdí mil veces. Hoy te elijo libremente. Anónimo
Me gusta escucharte reír, aunque tu risa suene
como un perro tosiendo. Me gusta cuando estás pensativo y serio, como si lo que
tuvieses en la mente fuera la solución al
recalentamiento global. Disfruto tu compañía tanto como disfruto un helado de
fresas aunque esté haciendo frío.
Así comenzaba la primera nota que escribí para él, cuando pensaba que no había
nada mejor en el mundo que estar a su lado.
Con
él conocí el cielo y viví entre nubes,
cuando estaba en sus brazos; también conocí el infierno,
cuando navegué en el mar de las dudas y del
miedo a perderlo, tanto, que estar a su lado dejó
de ser placentero, era más bien como respirar de a poquitos por temor a que se
acabe el oxígeno mientras corres en un maratón. Perdí la felicidad de estar a
su lado, así como él perdió su deseo de estar conmigo, eso se sintió como morir
en vida.
Separarme
de él fue una experiencia devastadora, llena de lágrimas, noches en vela y una
que otra borrachera. No aceptaba que había terminado, así que, una y otra vez,
propicié encuentros —que resultaron en
desastre— para tratar de hacerlo entender que éramos el uno para el otro.
Mientras más insistía en arreglar las cosas,
más frustrada me sentía, comencé a sentirme menos, a pensar que era fea, tonta
y que por ende, nadie medianamente
inteligente, se arriesgaría a estar conmigo.
Durante
meses lo “normal” fue esperar su llamada mientras me deprimía porque no
llegaba. Salir a las cosas más elementales me parecía toda una tortura, mi
mundo se había derrumbado y no quería hacer nada al respecto. Me sentía
indefensa, sola… abrirme a otras personas no era una opción, pensaba en lo que
dirían si les hablaba de mis sentimientos —siempre pendiente del qué dirán—, así que viví una fase de aislamiento de la que
pensé que nunca iba a poder salir.
Fueron meses de desastre emocional, tenía miedo de no ser amada, aceptada y comprendida. Mi cabeza era una tormenta incesante de preguntas: ¿Qué hice mal? ¿Podrá alguien amarme alguna vez? ¿Hice lo suficiente o lo correcto para estar a su lado? ¿Qué es lo que quiero? Ninguna de estas preguntas tenía respuesta, ya no había nada que pudiera hacer y eso me hacía sentir peor.
En
medio de todas esas cavilaciones llegó a mí un libro:
“La ridícula idea de no volver a verte”,
de Rosa Montero —obvio que el título me hizo
clic de inmediato—; ella narraba su duelo
por la pérdida física de su esposo, a la vez que hacía
una comparación de su dolor con lo expresado por la reconocida científica Marie
Curie sobre el duelo por la muerte de su compañero de vida. Ese libro me ayudó
a mirarme desde afuera, a ver que estaba enterrando a alguien y no era
precisamente a él.
En
el primer párrafo del libro ella dice: “El verdadero dolor es indecible. Si
puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte: eso significa que no es
tan importante. Porque cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero
que te arranca es la Palabra”. Bien, yo hablaba de él y de lo que había pasado, las veinticuatro horas del día —no estoy exagerando—, así que de plano descarté que fuera
él la causa del dolor que estaba sintiendo.
A
esas dos mujeres (Mari y Rosa) la muerte les arrebató la presencia física de su
amor, y a mí, ¿qué me habían arrebatado?
Pasé días pensando en eso. Él se había ido de mi vida porque sí, porque le daba
la gana; así, sin ninguna otra excusa que me hiciera pensar que, tal vez, muy
pero muy en el fondo, quería volver a mi lado. Comencé a pensar en mi pérdida
como algo ficticio; no puede uno perder a
quien se va por voluntad propia.
Continuará...
Enganchadaaa Felicidades Cuña
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